jueves, 14 de junio de 2007

Entrada 4: El escritor argentino más importante del siglo XIX: Domingo F. Sarmiento

El verdadero Sarmiento


Ya casi es un lugar común decir que la versión oficial que todos conocemos de muchos de los llamados “próceres” es mayormente falsa, construida más sobre versiones adornadas de algunos hechos históricos aislados que sobre la vida real de aquellas personas. De hecho, muchas veces se ha intentado “humanizar” a los próceres. En años recientes se han difundido con relativo éxito ciertos libros biográficos dedicados a ventilar intimidades de antiguos intocables como San Martín, Belgrano o Roca. Este intento de por sí no es pernicioso, pero es posible notar que últimamente se corre el riesgo de pasar a reemplazar los viejos lugares comunes por otros nuevos, que tampoco ayudan mucho a comprender mejor el significado profundo de los acontecimientos pasados. De los próceres ahora se conocen chimentos, como si fueran los nuevos personajes de la farándula. Que San Martín era hijo de una india guaraní, o de una esclava negra. Que Belgrano era homosexual. Que Sarmiento tuvo muchas amantes. O también se apuran juicios rápidos, como en los noticieros: que Sarmiento era malo porque odiaba a los gauchos y les hizo la guerra; que Roca era malo y habría que sacar su monumento porque hizo matar a muchos indios; que Alvear o Pueyrredón eran malos porque querían pactar y entregarles la Banda Oriental a los portugueses. Si bien siempre hay algo de cierto en estos nuevos lugares comunes (como también lo había en los viejos) no parece ésta la mejor manera de entender la historia.


Por suerte para nosotros, hay una forma de conocer al verdadero Sarmiento, que no es el de los actos escolares ni el de los rumores escandalosos. Para que podamos saber quién era él realmente, Sarmiento tuvo la delicadeza de dejarnos una montaña de textos de su autoría, que al ser compilados en sus Obras completas resultan la locura de más de sesenta tomos, según la edición (la más reciente y lujosa a cargo de la Universidad de La Matanza, para quien se quiera gastar una pequeña fortuna). Esto nos indica algo evidente: al menos por una simple cuestión numérica, lo que define la vida de Sarmiento no es su condición de educador, ni la de militar, ni siquiera la de presidente de la nación; antes que nada y por sobre todas las cosas, Sarmiento era un escritor. Y para tomar conciencia de la importancia y calidad de su obra, aparte de la cantidad, baste el siguiente dato. En la nueva Historia crítica de la literatura argentina que Emecé Editores le ha encomendado a un equipo a cargo del profesor y crítico Noé Jitrik, de la cual se vienen publicando uno o dos tomos por año desde 2001, del total de los nueve tomos que componen la obra completa, sólo dos escritores fueron considerados lo suficientemente importantes como para dedicarles un tomo entero exclusivamente a ellos: Borges y Sarmiento.


Un intelectual autodidacta y acomplejado


No le alcanzó la vida a Sarmiento para lamentarse de un hecho desafortunado de su adolescencia. Invitado inicialmente a ser becario del Colegio de Ciencias Morales en la Buenos Aires de Rivadavia (como lo fueron Alberdi y varios de los jóvenes que luego serían los del ´37), por cuestiones de cupo debió jugarse en un sorteo contra otro sanjuanino (y amigo de él) la posibilidad concreta de viajar y educarse, algo que su familia no podía costearle. Y el sorteo le resultó desfavorable. Esto significó que Sarmiento nunca pudo recibir una educación formal, que le permitiera graduarse en alguna especialidad y le otorgara un título universitario. Como ya hemos visto, por razones de prestigio esta era una condición indispensable para cualquiera que se quisiese dedicar a la política y no estuviese dispuesto a hacerlo por las armas como primera opción. Forzado a quedarse en su provincia, ciegamente convencido de que su inteligencia y voluntad a prueba de balas algún día lo elevarían a la posición de privilegio a la que aspiraba, Sarmiento se volvió su propio profesor.


Y esta decisión la llevó hasta las últimas consecuencias, para bien y para mal. Aunque devorara con avidez todo libro que se le cruzara en el camino (que en la San Juan de aquellos años no eran ni tantos ni tan buenos), aunque Sarmiento creyera saber de todo porque había leído de todo, en realidad su formación era más bien precaria. Aunque afirmara que había sido capaz de aprender francés, inglés, alemán y latín solamente con un libro de gramática y un diccionario de cada idioma, lo cierto es que su francés era fluido pero tosco, su inglés provocaba las burlas de todo aquel que lo escuchara, y del alemán y el latín… mejor ni hablar. Sarmiento simulaba que el desprecio de sus enemigos por su falta de título universitario no lo afectaba, pero no era así. La totalidad de su obra escrita es en verdad, más allá de la increíble variedad de cuestiones tratadas en ella, un intento desesperado por demostrar y demostrarse lo qué él era capaz de hacer. La historia de las lecturas y la formación de Sarmiento es en definitiva la historia de su propio complejo de inferioridad.


El loco Sarmiento


Este era un tipo difícil de aguantar. Muy pocos pudieron considerarse realmente amigos de él. Su personalidad era esencialmente revulsiva, encontraba un placer morboso en molestar a todo el mundo, en conmover todo tipo de estructura establecida. Aunque en muchos aspectos pueda decirse que era un visionario, un adelantado a su época, su manera ácida y tremendamente frontal de expresar sus opiniones generaba tamaña irritación que ni siquiera quienes coincidían con él podían considerarlo como alguien confiable. Muchos de sus contemporáneos lo llamaron “el loco Sarmiento”, y no despectivamente, sino porque pensaban que realmente estaba loco. En cualquier lugar en donde pudo desarrollar alguna clase de acción pública su actuación resultó discutible, para decirlo suavemente. En su juventud importunó tanto al gobernador de San Juan (adicto a Rosas) que debió exiliarse en Chile. Allí fue partidario del gobierno, pero la defensa que ejercía de éste en la prensa provocaba polémicas tan virulentas que el presidente chileno se lo sacó de encima mandándolo en misión oficial a Europa y los Estados Unidos. Luego se unió a la campaña de Urquiza contra Rosas, pero chocaba tanto con el entrerriano que debió exiliarse nuevamente, apenas unas semanas después de Caseros, la batalla del 3 de febrero de 1852 que significó el final del régimen rosista. Más adelante, durante la presidencia de Mitre, obtuvo el cargo de gobernador de su provincia natal, pero la violencia que ejerció contra los resabios de las montoneras del Chacho Peñaloza fue tal que el presidente debió obligarlo a renunciar y enviarlo como embajador nuevamente a los Estados Unidos. Si de allí fue repatriado para ser elegido presidente fue seguramente para no provocar una invasión masiva del ya poderoso gigante del norte. Esa era la única forma de progresar que conocía Sarmiento: siempre yendo al choque, buscando el enfrentamiento y ganando por cansancio.


El significado de su obra


Pero así de revulsivo como era, Sarmiento no era un vulgar anarquista, sino que era un desesperado por buscar el progreso de su país. Sólo que la suerte del país él la identificaba con la suya propia. Es decir que todo lo que él considerase como apropiado y necesario de aplicar para que la situación del país mejorase, necesariamente debía tenerlo a él como guía y ejecutor. De este modo puede decirse que absolutamente todo lo que escribió tenía como objetivo una acción política concreta. Y estamos hablando de un escritor compulsivo, de alguien que evidentemente sentía la necesidad de volcarse en el papel como un apremio físico. Sarmiento desafía nuestra capacidad de asombro, porque es difícil imaginar cómo podía conseguir el tiempo material para escribir las toneladas de papel que dejó, y en los ratos libres ejercer de presidente de la nación, por ejemplo. Por eso no dejó tema sin tocar, ya fuera la educación popular, el adiestramiento militar, los paisajes de Río de Janeiro o la cría del gusano de seda. Por eso publicaba libros, artículos en la prensa, escribía boletines de ejércitos, partes de guerra, panfletos políticos, cartas extensísimas a cualquiera que tuviera alguna relación con él. En cualquiera de sus muchas variantes, Sarmiento se las arregló para escribir siempre de una sola cosa: del progreso de su país. Es decir, de él mismo.


Algunas recomendaciones


Es inútil en este breve espacio ponernos a hablar en detalle de sus libros y escritos. Nos limitaremos a mencionar algunos, quizás no tan conocidos pero dignos de ser descubiertos. Por ejemplo, algo breve y casi divertido, por momentos desopilante: la Campaña en el Ejército Grande (1851-1852), relato semidocumental de su participación en el ejército de Urquiza que derrotara a Rosas. Podemos encontrar allí las duras opiniones que tenía del entrerriano (luego de conocerlo, antes lo tenía por el santo que acabaría al fin con la tiranía), la narración de sus discusiones y comentarios acerca de lo despreciado que se sentía, a la vez que un intento por mostrarse como un ejemplo de militar “civilizado” en oposición a los gauchos montoneros de Urquiza. También podríamos mencionar Las ciento y una (1852), libro que recopila los artículos periodísticos publicados en Chile con motivo de una virulenta polémica con Alberdi acerca de la situación de la Confederación una vez que Urquiza pasa a ser la figura dominante (los artículos de Alberdi a su vez se recopilaron y publicaron en libro con el nombre de Cartas quillotanas). Aquí es posible apreciar hasta dónde eran capaces de llegar las discusiones políticas de la época: más allá del innegable talento de los contendientes para la argumentación, varios pasajes de estos artículos sorprenden por su inusitada grosería, digna de un moderno talk-show. Igual de sorprendente pero por motivos más edificantes es la crónica de sus Viajes por Europa, África y América 1845-1847 (1849), en oportunidad de su misión en nombre del gobierno chileno. Este sí es un grueso volumen que contiene las largas cartas a sus conocidos que cuentan, casi en simultáneo, las impresiones que el viaje le provoca. Podemos acompañar así a Sarmiento y dejarnos llevar por sus paseos, sus entrevistas oficiales y sus discusiones casuales. Somos testigos privilegiados de lo que percibe y comenta de cada lugar. Notamos su desilusión al conocer Francia, cuya monarquía le parece atrasada y decadente, y que está a punto de sufrir una nueva revolución en 1848. Confirmamos su desprecio por España, de donde sólo la ciudad de Barcelona (por ser catalana) se salva del atraso y el estancamiento. Compartimos su aventura con los árabes del norte de África, y conocemos su curiosa comparación con los gauchos de la pampa. Somos sepultados por una catarata de datos y estadísticas con los que intenta hacer notar a los dirigentes argentinos que los Estados Unidos son ya una potencia en el presente y lo serán aún más en el futuro, que son un régimen nuevo y auténticamente republicano y que debe ser sin dudarlo más el modelo a seguir (por ideas como éstas, aún siendo discutibles, es que se puede decir que Sarmiento era superior a sus contemporáneos y aún a muchos de los que dirigirían al país en los años siguientes: la relación con los Estados Unidos es una cuestión de política exterior que el país nunca pudo resolver). Y tenemos acceso a muchas de sus intimidades, ya que también publica un minucioso y neurótico detalle de sus gastos de viaje, como si fuera un libro contable.


Y por supuesto está el Facundo (1845), aquel libro que en realidad se titulaba Civilización y barbarie. Texto inclasificable, es a la vez un ensayo, un manifiesto político, una novela y una crónica de costumbres. La excusa es hablar del legendario caudillo Facundo Quiroga, pero es sólo eso, una excusa. Se trata en verdad, como siempre antes de 1852, de cuestionar la figura de Rosas, y todo lo que ello implicaba en términos ideológicos y políticos. Pero el resultado va mucho más allá de eso, que podría pensarse como coyuntural, sino que excede su momento y lugar particulares para perdurar en el tiempo como una obra fundamental. El poder de este libro reside, por un lado, en la siempre vigorosa escritura sarmientina, que se dedica a trazar un panorama general de la historia y el presente del país con recursos de todo tipo: el análisis intelectual y doctrinario de los acontecimientos más importantes, de las características más peculiares del territorio, pero también el relato de las costumbres y tradiciones orales de los habitantes en general y de los gauchos en especial (aún cuando los desapruebe). Por el otro, puede decirse que esta vez, como en ninguna otra ocasión, Sarmiento fue capaz de instalar e imponer un gran tema de debate nacional en los términos que él mismo propuso. Si bien las ideas desgranadas en el libro no son enteramente originales y ya eran objeto de discusión intelectual desde antes de la publicación del Facundo, Sarmiento pudo aquí darles una forma definitiva. La famosa oposición entre civilización y barbarie fue como una especie de tema obligado desde allí en más, el enigma capital cuya resolución permitiría destrabar todos los conflictos que impedían la pacificación y organización del país. Y este debate pudo traspasar las fronteras, porque a partir de la lectura de este libro el tema fue planteado de modo similar en otros países latinoamericanos. Podríamos decir entonces que el Facundo es no sólo el libro más conocido de Sarmiento, sino también el que mejor resume su enorme y talentosa obra.

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