jueves, 7 de junio de 2007

Entrada 3: Los primeros intelectuales argentinos y la cuestión Rosas

La relevancia actual del intelectual


No sería inoportuno reflexionar un poco acerca de la actualidad antes de referirnos al paisaje intelectual de la época rosista. De inmediato percibiremos que el contraste no podría ser mayor: mientras que varios de aquellos primeros intelectuales argentinos resultaron muy influyentes en el desarrollo de los sucesos políticos, a nadie se le ocurriría pensar en la actualidad que este grupo social al que hoy se suele denominar “los intelectuales” pueda tener alguna importancia en la acción política concreta. Incluso costaría bastante tratar de determinar con un mínimo de precisión a qué se llama específicamente un “intelectual”, en qué tipo de persona estamos pensando. ¿Qué condiciones debería reunir un intelectual para ser considerado como tal? ¿Cualquier clase de escritor lo es, lo son los profesores universitarios (y profesores de qué tipo de saberes), lo son ciertos periodistas? ¿Puede ser considerado prestigioso ostentar la categoría de intelectual? Analizar esta cuestión en profundidad excedería en mucho este espacio, pero es evidente que, hoy por hoy, la figura actual del intelectual está más comúnmente asociada a la del charlatán que a alguna clase de persona capaz de contribuir positivamente (y sobre todo en la práctica concreta) con su sociedad. Y eso cuando no se lo percibe como el insufrible subido al pedestal y puesto a dictaminar con tonito condescendiente qué es lo verdadero (o lo justo, lo moral, lo conveniente) acerca de cualquier tema, desde el más importante hasta el más intrascendente. Aunque el sentido común muchas veces es injusto, resultaría muy ingenuo negarse a aceptar esta realidad.


Podríamos definir rápidamente entonces al intelectual como al generador y portador de un conocimiento y un discurso socialmente (y no sólo académicamente) valiosos, capaz de servir como referente o incluso como promotor y ejecutor de acciones concretas en el campo social, tanto mediático como real. Una figura semejante, que hace tan sólo unos cuarenta años o menos era aún importante, en la actualidad se ha desprestigiado de una manera muy notable. Uno de los fenómenos principales que ha contribuido con este desprestigio (dejando de lado los propios errores) es la enorme fragmentación y disponibilidad de los saberes y la información. En las sociedades altamente mediatizadas y globalizadas, donde absolutamente todo se encuentra haciendo un par de clics, ¿a quién le importa lo que tengan hoy para decir Juan José Sebreli, o Beatriz Sarlo, o Ricardo Piglia, prototipos del intelectual clásico confinados a los canales de cable, las revistas dominicales o los escandaletes por los premio literarios, respectivamente? Y no es que no tengan nada interesante para decir (al contrario), sino que no tienen público, al menos no uno significativo. Su campo de acción se ha reducido tanto, la especialización de los conocimientos es tan enorme que ya han perdido influencia y utilidad. Es muy difícil encontrar una figura capaz de abarcar tamaño bagaje de datos, de interpretar una realidad cada vez más elusiva, y de generar a su vez un discurso socialmente interesante. Algunos todavía creen que vale la pena probar y que un intelectual puede tener una función de utilidad, e intentan con mucha más modestia y no menos inteligencia producir y difundir su pensamiento a través de canales menos tradicionales, como las páginas webs, los blogs o los nuevos cafés literarios o talleres de pensamiento. Algunos han conseguido alguna notoriedad pública (Alejandro Rozitchner, o Tomás Abraham) a partir de su llegada a algunos medios más masivos, pero la mayoría desarrollan su trabajo casi en el anonimato. Pero en todo caso han comprendido que la sociedad actual necesita nuevos tipos de pensamiento, que las categorías tradicionales sólo conducen al autoengaño o la frustración. Y sobre todo, que nadie va a ir a buscar a los intelectuales, sino que ellos mismos deberán generar su propia necesidad. Cuán influyentes resulten ser, eso se verá con el tiempo.


La generación de intelectuales de 1837


Como decíamos al principio, es interesante hablar de nuestra actualidad para entender mejor la comparación con aquella sociedad resultante de la larga época dominada por Juan Manuel de Rosas (en el gobierno de la provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1852, salvo un breve intermedio). En aquellos años va a cobrar protagonismo una generación de jóvenes con formación y aspiraciones totalmente nuevas. Eran los que se habían criado con la Revolución de Mayo y su espíritu pretendidamente transformador y republicano. Eran los que, aún siendo algunos de ellos oriundos de provincias lejanas, en su adolescencia tuvieron acceso como becarios a las modernizadas instituciones educativas porteñas que llevó adelante Bernardino Rivadavia en su breve presidencia en los años ´20. Eran los que ya en su juventud pudieron estudiar en la todavía embrionaria Universidad de Buenos Aires, y llegaron a graduarse -mayormente en derecho- en plena consolidación del régimen rosista.


Estos jóvenes por lo tanto se sentían diferentes. Creían estar llamados a los más altos destinos. Tenían una ciega confianza en sí mismos, en su capacidad transformadora. Eran “hombres de letras” en un sentido mucho más amplio que el actual. Por un lado porque en la universidad un abogado era un “hombre de letras” en oposición a los “científicos” que estudiaban medicina o matemáticas o a los que se dedicaban a aprender las más elementales ciencias comerciales (las carreras de aquella época eran infinitamente menos especializadas, los saberes eran muy generales). Y por otro porque un “hombre de letras” en aquella época era el que se consideraba como naturalmente llamado a ejercer en la política, en cualquiera de sus tres (incipientes) poderes. Y si no podían ubicarse en el gobierno, la oposición se ejercía en la prensa periódica, y para eso hacía falta descollar como escritor. En definitiva, clase letrada y clase dirigente (o con aspiraciones concretas de dirigencia) si no fueron exactamente lo mismo, corrieron de manera paralela. Y no sólo estrictamente en los años de Rosas, sino durante buena parte del siglo XIX.


Estos jóvenes se consideraban incluso más allá de la enconada lucha política entre federales y unitarios, y quisieron ofrecerse como instancia superadora. No creían que Rosas fuera la mejor opción, pero estaban dispuestos a tolerarlo, porque creían que en aquel estado de cosas de su sociedad, Rosas representaba la voluntad popular y quizás la única forma posible de gobierno. Así y todo se propusieron como reformadores o educadores de Rosas, pretendían emprolijarlo, hacerlo más “civilizado” y menos “salvaje”, un hombre digno de su condición de gobernador de la provincia más importante de la Confederación, pero sobre todo, de la ciudad de Buenos Aires y lo que ella significaba para ellos en términos de símbolo de civilización. Pero por supuesto que Rosas tenía otros planes, se sentía cómodo con su régimen tal cual era y no estaba dispuesto a ceder protagonismo en manos de estos “niños bien”, a quienes toleró en un principio, pero de quienes desconfiaba profundamente.


El Salón Literario


Aquellos jóvenes eran, entre otros menos conocidos, Juan B. Alberdi, Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría, Marcos Sastre, Félix Frías, Vicente F. López, Juan Thompson. No eran muchos quizás, pero sí los suficientes como para hacerse notar en una ciudad que, más allá de sus pretensiones, no dejaba de ser una gran aldea poscolonial, que no llegaba ni de cerca a los cien mil habitantes. Como en un punto las actividades universitarias les resultaron insuficientes, y a la vez que tomaban conciencia de su propia identidad como grupo social, en 1837 planearon comenzar a reunirse en lo que se llamó el Salón Literario, ubicado físicamente en la librería de Marcos Sastre. Por ser una iniciativa como esta totalmente pionera, es que se llama a esta generación como “del ´37”, por la fecha de iniciación de las reuniones del Salón. Si bien no se extendieron mucho más allá de algunos meses y los textos que resultaron de la producción directa de los encuentros no son de lo más destacable de aquellos autores, sí fueron importantes a nivel de eventos simbólicos. Estos intelectuales primerizos pudieron de este modo socializar, conocer y compartir sus respectivos trabajos, cotejar y recomendarse libros europeos. Había en todos una voluntad de modernizarse, de estar a la altura de los tiempos, de superar todo el atraso que ellos veían materializado en los resabios de las estructuras coloniales, muy arraigadas en la vida rural y naturalmente funcionales a los aspectos más retardatarios del rosismo. Por eso sus modelos nunca fueron españoles, sino ingleses y sobre todo franceses. Los autores románticos franceses fueron para estos jóvenes un modelo a imitar, tanto en lo literario (como habíamos visto en el caso de Echeverría) como en lo doctrinario. El espíritu de la nueva revolución política de 1830 en Francia, paralela a la “revolución” romántica en el plano estético era el faro que los guiaba.


La revista La moda


Unos meses después de las reuniones del Salón, algunos de estos mismos jóvenes iniciaron una nueva empresa. En noviembre de 1837 salía a la calle el primer número de la revista La moda. Al frente de ella y como encargados de redactar la mayor parte de los artículos estaban Alberdi y Gutiérrez. Esta revista semanal fue un original intento por llevar adelante el programa reformista de los jóvenes del ´37, ya que esta vez optaron por darse a conocer y exponer sus ideas a través de un medio gráfico aparentemente inofensivo, dedicado mayormente a cuestiones de la vida cotidiana. En lugar de presentarle a la sociedad largos y farragosos artículos de doctrina política, es posible encontrar en La moda artículos escritos por Alberdi (aunque con el seudónimo de “Figarillo”) acerca de frivolidades tales como la última tendencia europea en trajes masculinos, recomendaciones para que las señoras decoren las rústicas habitaciones de las casonas porteñas, comentarios de las últimas representaciones teatrales, o incluso alguna sutileza sobre buenos modales y educación. Todo esto tratando de no irritar ni siquiera en estos aspectos a los federales rosistas, porque, se sabe, a todo régimen más o menos dictatorial le resulta irresistible ocuparse de determinar la vida de los ciudadanos hasta en las cuestiones más íntimas. Ser federal y amar al Restaurador debía manifestarse no sólo en el plano de las ideas y el comportamiento público, sino que también implicaba una estética determinada, tanto en la ropa como en los decorados, dominados siempre por el inefable rojo punzó.


Los jóvenes de La moda no se oponían abiertamente a esa estética, pero como decíamos antes, trataban de civilizarla, teniendo como modelo (otra vez) los cánones estéticos de la Europa moderna (porque no hay que olvidar que España era, también en estas cuestiones, símbolo del atraso). Los anhelos de participar de una reforma integral de la sociedad se camuflaron esta vez en la apariencia de una graciosa revista sobre frivolidades, pero al intento se lo tomaron con mucha seriedad y así obraron en consecuencia, tratando de bajar línea con el mayor disimulo posible. En efecto, leyendo con un poco de atención es posible detectar, por aquí y por allá, especialmente en las notas editoriales que abrían en ocasiones la publicación, comentarios bien ácidos que demostraban que estos jóvenes estaban bien lejos de aceptar las condiciones impuestas por el rosismo. En definitiva, el experimento funcionó relativamente bien mientras las condiciones políticas lo permitieron. Pero a medida que los levantamientos contra Rosas comenzaron a sucederse en los meses siguientes, hasta llegar a la época de mayor grado de represión del régimen hacia 1840, los intelectuales del ´37 se vieron obligados a guardar la pluma, cerrar la boca y finalmente emprender el exilio hacia Montevideo, Río de Janeiro o Chile. La oposición violenta contra el rosismo que desde el exilio comenzaron luego a ejercer en la prensa contrastó visiblemente con sus anteriores posturas, más moderadas. Ellos ni siquiera comulgaban con las ideas y procedimientos de los viejos unitarios, pero obligados a elegir por el mal menor, no dudaron en atrincherarse junto a ellos en esa guerra de desgaste contra Rosas, que recién culminaría en 1852 por la acción de otro caudillo, no menos conflictivo y alejado de sus ideales, como lo era Justo José de Urquiza.


Amalia de José Mármol, y la inminencia del final rosista


Esta larga novela romántica, el mejor exponente de su género en las letras argentinas del siglo XIX, también debe situarse en el contexto de la lucha política que parecía dominarlo todo en aquellos años. Publicada como folletín por entregas en un semanario montevideano durante 1851, no sería editada como libro sino hasta 1855. Y aunque el lector actual no lo note, es parte también de un plan propagandístico, toda vez que ya en aquel año era evidente que la estrella de Rosas había comenzado a declinar, más todavía con el pronunciamiento de Urquiza, que en los hechos implicaba una provocación abierta y un aviso de la próxima invasión del caudillo entrerriano. Por eso se puede decir que Amalia funciona, en el contexto de una publicación política que anuncia la próxima caída de Rosas, como un recordatorio ficcional de los peores años del régimen. En efecto, Mármol hace transcurrir la acción de su novela en 1840, inspirada en algunos hechos reales de no demasiada trascendencia pero ampliados hasta el infinito por toda una serie de procedimientos ficcionales. Se trata, sí, de contar la típica historia de amor de final trágico tan del gusto romántico, pero también se trata de pintar hasta en sus más mínimos detalles el horror que implicaba pertenecer a una familia de alcurnia en los momentos más violentos del gobierno de Rosas.


La Buenos Aires que nos relata Mármol, un escritor no tan próximo a los integrantes del antiguo Salón Literario pero de ideas similares, es una ciudad que sólo en apariencia es la tranquila gran aldea no muy claramente separada de la pampa misma que retrataban todos los viajeros europeos de la época. En cada casa, en cada reunión pública, en cada iglesia se puede estar tramando una conspiración. Nadie es en realidad quien dice ser, nada es lo que parece. Por momentos Amalia deja de ser la novela romántica que es (con sus largos pasajes de exaltación de los sentimientos amorosos más puros, tal como los percibe su clase social) para parecerse a lo que hoy llamaríamos un thriller psicológico, con ribetes políticos. Incluso el mismísimo Rosas y toda su familia resultan ser personajes vitales para el drama. Al Restaurador de la ficción no se lo maltrata ni se lo insulta, sólo se lo pinta como un personaje de una sagacidad y astucia casi diabólicas. A su cuñada Josefa Ezcurra le va un poco peor: es descripta como la peor de las brujas, y casi tan peligrosa como el propio Rosas. Pero de lo que se trata en definitiva es de representar la sensación de asfixia que sufren aquellos que, como la propia Amalia y sus amigos y enamorados, pretenden mantenerse aparte del régimen, cuando no conspiran para derribarlo. Todo esto sin olvidar la notable circunstancia de que la ciudad también se halla bloqueada por agua por las escuadras francesa e inglesa, y por tierra por un fantasmagórico general Lavalle que nunca se decide a pelear abiertamente contra Rosas, lo que hace que cada vez queden menos esperanzas.


A lo largo del relato, Mármol ajusta cuentas también con la propia resistencia de Montevideo, como señalándole los errores pasados para no volver a cometerlos en el futuro. Se trata de pasar de la inoperancia y de las divisiones a encolumnarse detrás de la figura de Urquiza, quizás lo único que tienen a mano con posibilidades ciertas de vencer. Una vez que la caída de Rosas se volvió una realidad, Mármol pudo continuar su carrera política en diversos puestos de gobierno. Ya no necesitó de más novelones.

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