La relevancia actual del intelectual
No sería inoportuno reflexionar un poco acerca de la actualidad antes de referirnos al paisaje intelectual de la época rosista. De inmediato percibiremos que el contraste no podría ser mayor: mientras que varios de aquellos primeros intelectuales argentinos resultaron muy influyentes en el desarrollo de los sucesos políticos, a nadie se le ocurriría pensar en la actualidad que este grupo social al que hoy se suele denominar “los intelectuales” pueda tener alguna importancia en la acción política concreta. Incluso costaría bastante tratar de determinar con un mínimo de precisión a qué se llama específicamente un “intelectual”, en qué tipo de persona estamos pensando. ¿Qué condiciones debería reunir un intelectual para ser considerado como tal? ¿Cualquier clase de escritor lo es, lo son los profesores universitarios (y profesores de qué tipo de saberes), lo son ciertos periodistas? ¿Puede ser considerado prestigioso ostentar la categoría de intelectual? Analizar esta cuestión en profundidad excedería en mucho este espacio, pero es evidente que, hoy por hoy, la figura actual del intelectual está más comúnmente asociada a la del charlatán que a alguna clase de persona capaz de contribuir positivamente (y sobre todo en la práctica concreta) con su sociedad. Y eso cuando no se lo percibe como el insufrible subido al pedestal y puesto a dictaminar con tonito condescendiente qué es lo verdadero (o lo justo, lo moral, lo conveniente) acerca de cualquier tema, desde el más importante hasta el más intrascendente. Aunque el sentido común muchas veces es injusto, resultaría muy ingenuo negarse a aceptar esta realidad.
Podríamos definir rápidamente entonces al intelectual como al generador y portador de un conocimiento y un discurso socialmente (y no sólo académicamente) valiosos, capaz de servir como referente o incluso como promotor y ejecutor de acciones concretas en el campo social, tanto mediático como real. Una figura semejante, que hace tan sólo unos cuarenta años o menos era aún importante, en la actualidad se ha desprestigiado de una manera muy notable. Uno de los fenómenos principales que ha contribuido con este desprestigio (dejando de lado los propios errores) es la enorme fragmentación y disponibilidad de los saberes y la información. En las sociedades altamente mediatizadas y globalizadas, donde absolutamente todo se encuentra haciendo un par de clics, ¿a quién le importa lo que tengan hoy para decir Juan José Sebreli, o Beatriz Sarlo, o Ricardo Piglia, prototipos del intelectual clásico confinados a los canales de cable, las revistas dominicales o los escandaletes por los premio literarios, respectivamente? Y no es que no tengan nada interesante para decir (al contrario), sino que no tienen público, al menos no uno significativo. Su campo de acción se ha reducido tanto, la especialización de los conocimientos es tan enorme que ya han perdido influencia y utilidad. Es muy difícil encontrar una figura capaz de abarcar tamaño bagaje de datos, de interpretar una realidad cada vez más elusiva, y de generar a su vez un discurso socialmente interesante. Algunos todavía creen que vale la pena probar y que un intelectual puede tener una función de utilidad, e intentan con mucha más modestia y no menos inteligencia producir y difundir su pensamiento a través de canales menos tradicionales, como las páginas webs, los blogs o los nuevos cafés literarios o talleres de pensamiento. Algunos han conseguido alguna notoriedad pública (Alejandro Rozitchner, o Tomás Abraham) a partir de su llegada a algunos medios más masivos, pero la mayoría desarrollan su trabajo casi en el anonimato. Pero en todo caso han comprendido que la sociedad actual necesita nuevos tipos de pensamiento, que las categorías tradicionales sólo conducen al autoengaño o la frustración. Y sobre todo, que nadie va a ir a buscar a los intelectuales, sino que ellos mismos deberán generar su propia necesidad. Cuán influyentes resulten ser, eso se verá con el tiempo.
La generación de intelectuales de 1837
Como decíamos al principio, es interesante hablar de nuestra actualidad para entender mejor la comparación con aquella sociedad resultante de la larga época dominada por Juan Manuel de Rosas (en el gobierno de la provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1852, salvo un breve intermedio). En aquellos años va a cobrar protagonismo una generación de jóvenes con formación y aspiraciones totalmente nuevas. Eran los que se habían criado con
Estos jóvenes por lo tanto se sentían diferentes. Creían estar llamados a los más altos destinos. Tenían una ciega confianza en sí mismos, en su capacidad transformadora. Eran “hombres de letras” en un sentido mucho más amplio que el actual. Por un lado porque en la universidad un abogado era un “hombre de letras” en oposición a los “científicos” que estudiaban medicina o matemáticas o a los que se dedicaban a aprender las más elementales ciencias comerciales (las carreras de aquella época eran infinitamente menos especializadas, los saberes eran muy generales). Y por otro porque un “hombre de letras” en aquella época era el que se consideraba como naturalmente llamado a ejercer en la política, en cualquiera de sus tres (incipientes) poderes. Y si no podían ubicarse en el gobierno, la oposición se ejercía en la prensa periódica, y para eso hacía falta descollar como escritor. En definitiva, clase letrada y clase dirigente (o con aspiraciones concretas de dirigencia) si no fueron exactamente lo mismo, corrieron de manera paralela. Y no sólo estrictamente en los años de Rosas, sino durante buena parte del siglo XIX.
Estos jóvenes se consideraban incluso más allá de la enconada lucha política entre federales y unitarios, y quisieron ofrecerse como instancia superadora. No creían que Rosas fuera la mejor opción, pero estaban dispuestos a tolerarlo, porque creían que en aquel estado de cosas de su sociedad, Rosas representaba la voluntad popular y quizás la única forma posible de gobierno. Así y todo se propusieron como reformadores o educadores de Rosas, pretendían emprolijarlo, hacerlo más “civilizado” y menos “salvaje”, un hombre digno de su condición de gobernador de la provincia más importante de
El Salón Literario
Aquellos jóvenes eran, entre otros menos conocidos, Juan B. Alberdi, Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría, Marcos Sastre, Félix Frías, Vicente F. López, Juan Thompson. No eran muchos quizás, pero sí los suficientes como para hacerse notar en una ciudad que, más allá de sus pretensiones, no dejaba de ser una gran aldea poscolonial, que no llegaba ni de cerca a los cien mil habitantes. Como en un punto las actividades universitarias les resultaron insuficientes, y a la vez que tomaban conciencia de su propia identidad como grupo social, en 1837 planearon comenzar a reunirse en lo que se llamó el Salón Literario, ubicado físicamente en la librería de Marcos Sastre. Por ser una iniciativa como esta totalmente pionera, es que se llama a esta generación como “del ´37”, por la fecha de iniciación de las reuniones del Salón. Si bien no se extendieron mucho más allá de algunos meses y los textos que resultaron de la producción directa de los encuentros no son de lo más destacable de aquellos autores, sí fueron importantes a nivel de eventos simbólicos. Estos intelectuales primerizos pudieron de este modo socializar, conocer y compartir sus respectivos trabajos, cotejar y recomendarse libros europeos. Había en todos una voluntad de modernizarse, de estar a la altura de los tiempos, de superar todo el atraso que ellos veían materializado en los resabios de las estructuras coloniales, muy arraigadas en la vida rural y naturalmente funcionales a los aspectos más retardatarios del rosismo. Por eso sus modelos nunca fueron españoles, sino ingleses y sobre todo franceses. Los autores románticos franceses fueron para estos jóvenes un modelo a imitar, tanto en lo literario (como habíamos visto en el caso de Echeverría) como en lo doctrinario. El espíritu de la nueva revolución política de 1830 en Francia, paralela a la “revolución” romántica en el plano estético era el faro que los guiaba.
La revista La moda
Unos meses después de las reuniones del Salón, algunos de estos mismos jóvenes iniciaron una nueva empresa. En noviembre de 1837 salía a la calle el primer número de la revista La moda. Al frente de ella y como encargados de redactar la mayor parte de los artículos estaban Alberdi y Gutiérrez. Esta revista semanal fue un original intento por llevar adelante el programa reformista de los jóvenes del ´37, ya que esta vez optaron por darse a conocer y exponer sus ideas a través de un medio gráfico aparentemente inofensivo, dedicado mayormente a cuestiones de la vida cotidiana. En lugar de presentarle a la sociedad largos y farragosos artículos de doctrina política, es posible encontrar en La moda artículos escritos por Alberdi (aunque con el seudónimo de “Figarillo”) acerca de frivolidades tales como la última tendencia europea en trajes masculinos, recomendaciones para que las señoras decoren las rústicas habitaciones de las casonas porteñas, comentarios de las últimas representaciones teatrales, o incluso alguna sutileza sobre buenos modales y educación. Todo esto tratando de no irritar ni siquiera en estos aspectos a los federales rosistas, porque, se sabe, a todo régimen más o menos dictatorial le resulta irresistible ocuparse de determinar la vida de los ciudadanos hasta en las cuestiones más íntimas. Ser federal y amar al Restaurador debía manifestarse no sólo en el plano de las ideas y el comportamiento público, sino que también implicaba una estética determinada, tanto en la ropa como en los decorados, dominados siempre por el inefable rojo punzó.
Los jóvenes de La moda no se oponían abiertamente a esa estética, pero como decíamos antes, trataban de civilizarla, teniendo como modelo (otra vez) los cánones estéticos de
Amalia de José Mármol, y la inminencia del final rosista
Esta larga novela romántica, el mejor exponente de su género en las letras argentinas del siglo XIX, también debe situarse en el contexto de la lucha política que parecía dominarlo todo en aquellos años. Publicada como folletín por entregas en un semanario montevideano durante 1851, no sería editada como libro sino hasta 1855. Y aunque el lector actual no lo note, es parte también de un plan propagandístico, toda vez que ya en aquel año era evidente que la estrella de Rosas había comenzado a declinar, más todavía con el pronunciamiento de Urquiza, que en los hechos implicaba una provocación abierta y un aviso de la próxima invasión del caudillo entrerriano. Por eso se puede decir que Amalia funciona, en el contexto de una publicación política que anuncia la próxima caída de Rosas, como un recordatorio ficcional de los peores años del régimen. En efecto, Mármol hace transcurrir la acción de su novela en 1840, inspirada en algunos hechos reales de no demasiada trascendencia pero ampliados hasta el infinito por toda una serie de procedimientos ficcionales. Se trata, sí, de contar la típica historia de amor de final trágico tan del gusto romántico, pero también se trata de pintar hasta en sus más mínimos detalles el horror que implicaba pertenecer a una familia de alcurnia en los momentos más violentos del gobierno de Rosas.
A lo largo del relato, Mármol ajusta cuentas también con la propia resistencia de Montevideo, como señalándole los errores pasados para no volver a cometerlos en el futuro. Se trata de pasar de la inoperancia y de las divisiones a encolumnarse detrás de la figura de Urquiza, quizás lo único que tienen a mano con posibilidades ciertas de vencer. Una vez que la caída de Rosas se volvió una realidad, Mármol pudo continuar su carrera política en diversos puestos de gobierno. Ya no necesitó de más novelones.
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