jueves, 7 de junio de 2007

Entrada 2: Un texto fundacional: El matadero, de Esteban Echeverría

Literatura e historia de un país en lucha constante

Siempre que se quiera señalar un acontecimiento cualquiera como el momento preciso en que algo comienza, o sucede por primera vez, o el momento en que puede comprenderse claramente que algo deja definitivamente de ser lo que era para transformarse en otra cosa distinta, el señalamiento de ese acontecimiento será necesariamente convencional, y estará también sujeto a todo tipo de controversias. Porque es necesario que reflexionemos y comprendamos que los procesos históricos se desarrollan continuamente por separado de la percepción que se tenga de ellos y de los intentos en que se los quiera dividir en secuencias. Concretamente, ¿cuándo se puede decir que la Argentina alcanza la forma de un país, o una nación en el sentido moderno del término? ¿Con la Revolución de Mayo, con la Independencia de 1816, con la Constitución de 1853, con la unificación de 1860, con la federalización de Buenos Aires de 1880? Esos son momentos de quiebre, son mojones que marcan su época, pero que aislados del proceso completo no significan absolutamente nada.


Si vamos a hablar de literatura argentina en el siglo XIX no podemos de ningún modo pasar por alto la omnipresencia de la cuestión de la guerra civil entre unitarios y federales que se extiende por casi todo el período, y es la clave principal para comprender todos los sucesos. Quizás toda la literatura de esa época es, parafraseando e inviertiendo la conocida definición de Clausewitz, una prolongación de la guerra civil por otros medios. Esa misma guerra no empieza con la anarquía de 1820 como estudiamos siempre en los textos escolares, sino que se la puede rastrear en toda la historia anterior de la vida social y económica de este territorio que se conoció en la colonia como Virreinato del Río de la Plata, luego como Provincias Unidas a partir de la Revolución de 1810 y como Confederación Argentina en la época dominada por el rosismo (la historia de la palabra misma “argentina” usada para designar informal u oficialmente a nuestro territorio daría para un artículo aparte). El enfrentamiento entre los bandos unitario y federal implicó el choque de dos proyectos radicalmente distintos de organización política, social y económica, durante el cual unos u otros pudieron alternarse en el predominio momentáneo de la escena. Pero finalmente la resolución del conflicto y la organización del país, como no podía ser de otra manera, no provino de la síntesis o el consenso sino por la victoria violenta de una facción sobre la otra.


El matadero como denuncia política


Si nos extendemos demasiado en la cuestión histórica y política es porque el texto que se ha elegido convencionalmente como el iniciador de la literatura argentina, El matadero de Esteban Echeverría, es justamente uno de los mejores ejemplos de representación de ese choque total y violento, sin posibilidad de una mínima coexistencia pacífica entre los contendientes. Es también un ejemplo de lo extraño que puede resultar el recorrido de un texto desde el momento de su escritura hasta el de su publicación. Y también nos puede ayudar a entender por qué en cierta época un texto puede ser considerado literario y en otra no. Y además sirve para apreciar que muchas veces las lecturas e interpretaciones que se hagan de un texto pueden no tener nada que ver con la intención original del autor, o con su visión personal. Por todos estos motivos y por supuesto por su sorprendente calidad es que El matadero es señalado constantemente como un momento de quiebre en la literatura argentina.


Resumida al extremo, la historia que se cuenta es sencilla: en una primera mitad se comentan en tono costumbrista las incidencias de un día cualquiera en el matadero de la Buenos Aires de Rosas; en la segunda se narra la agresión que culmina en la vejación y asesinato de un joven unitario por parte de la “chusma” federal que trabaja y merodea por esa zona intermedia entre el campo y la ciudad. Hay por supuesto una clarísima voluntad por parte de Echeverría, alineado con el partido unitario, de presentar una alegoría política desde la cual combatir al otro bando. Dicho con todas las letras, el autor manda a su personaje al muere. Incluso, con un regodeo masoquista, manda al muere a ese personaje que se parece tanto a él mismo. Y por supuesto que no es casualidad: en el sacrificio violento de su joven (y educado, culto, fino, elegante, romántico, europeizado y todo lo que se quiera agregar) unitario a manos de la turba de bestias (y brutos, incultos, salvajes, instintivos, sanguinarios, carniceros, analfabetos y todo lo que se quiera agregar) federales, Echeverría pretende denunciar con furia las atrocidades del régimen rosista. A la violencia política real, aplicada sobre los cuerpos, el escritor opone la violencia textual, el ataque de su ficción que (quizás) pueda denigrar a sus rivales y cohesionar a sus iguales. A falta de poder político real, Echeverría se manifiesta en la civilizada capacidad de escribir, un rasgo distintivo de los intelectuales como él. Sin embargo, no por ficcional y representado (y con menor capacidad de modificar la realidad), su ataque resulta menos violento. En la contienda civil cada bando utilizará entonces los recursos que crea más dignos, ya que no efectivos.


Echeverría se pone crudo


Ahora bien, ya en aquellos años la escritura al servicio de la lucha política se ejercía con intensidad, por lo general en la prensa periódica. Entonces es evidente que si El matadero pudo distinguirse claramente entre los ríos de tinta que corrían paralelos a los de sangre, es porque contó con algunas particularidades que lo hicieron superior. Incluso superior a todo el resto de la producción de Echeverría. Y la clave de esa diferencia está en que, por aquella única vez, el autor se animó a romper con las rígidas pautas que determinaban en aquella época lo que era una literatura seria y respetable y aquello que no lo era. Echeverría, como la gran mayoría de los intelectuales de su generación influidos por el romanticismo europeo (Victor Hugo, Byron, Chateaubriand), consideraba que la única literatura posible era aquella que, en cualquiera de sus variantes (novela, poesía, teatro) se ocupara de temas importantes y elevados, de forma de buscar constantemente lo que se tenía por bello, con un fuerte acento en la expresión y exaltación de los sentimientos y con una resolución dramática que casi siempre desembocaba en la tragedia. Aún cuando estos escritores entendían que ese ideal de literatura debía adaptarse a las particularidades americanas, sus primeros esfuerzos se limitaron a reproducir torpemente los procedimientos formales y lingüísticos del romanticismo europeo en medio del paisaje de la pampa, o de la ciudad de Buenos Aires, por lo cual otros textos de Echeverría (como su conocido poema La cautiva) hoy nos resultan casi ridículos, a pesar de haber sido muy elogiados por sus contemporáneos. Pero hubo algo en Echeverría que al encarar El matadero lo dispuso a hacer algo diferente, que lo hizo atreverse a “rebajar” su escritura y sus refinados modales al terreno de la cruda realidad porteña. Al leer este relato se nota la falta de condicionamientos formales que “ahoguen” la escritura, es posible apeciar cómo la prosa fluye más librememente y, a su modo particular, relajada. Y el resultado es finalmente mucho más efectivo, porque aquí Echeverría se dispuso a poner en juego una amplia gama de recursos tendientes a que su representación de la violencia rosista fuera más completa, no sólo en términos de lo que se cuenta, sino en la manera en que se lo hace, la forma que se le da en el texto. Es decir, para que su objetivo se cumpliera más acabadamente, el autor se permitió utilizar los recursos más apropiados, más allá del presunto escándalo estético. No queremos decir con esto que la literatura deba siempre ocuparse de los aspectos más conflictivos o descarnados de una realidad (es reconfortante aspirar cada tanto a algún ideal de belleza), pero si ese es el objetivo que un autor se propone en cierto momento, mejor hacerlo a fondo.


De la farsa federal a la tragedia unitaria


Aunque fuera luego Sarmiento el que patentara aquello de “civilización y barbarie”, con El matadero Echeverría prefiguró un adelanto de esa oposición tan marcada. Cada uno de los grupos se representa de maneras totalmente opuestas.


Primero los federales. El texto comienza en un tono bien de entrecasa, casi juguetón. Así como la culta y civilizada ciudad de Buenos Aires ha sido tomada por el bárbaro terrateniente Rosas, las lluvias han inundado de barro todas las calles. Apenas el tiempo lo permite, llegan al matadero unos cuantos animales para aplacar la sed carnívora de los habitantes. Echeverría reproduce bien en crudo el lenguaje bajo y soez de matarifes, gauchos y esclavas, se regodea con descripciones minuciosas de los métodos salvajes de carneo, casi se divierte culposamente con toda la violencia que se desencadena casi por azar y que transforma la decapitación de un niño (al cortarse accidentalmente un lazo por la estampida de un toro) en una escena cómica que hoy veríamos en una película de Tarantino. Los matarifes poseen una fuerza bestial, son diestros en el manejo de sus cuchillos, lo cual se presenta como un rasgo distintivo, o casi como una cuestión que los define. En una escena que ya anticipa lo que ocurrirá con el unitario al final del relato, esos cuchillos se ensañan con aquel toro que pretendía escapar a su destino de alimento. Más allá de que Echeverría también se ocupe de subrayar que los mejores cortes son para el Restaurador y los bofes para las negras esclavas, el principal matarife se ocupa de obtener y quedarse con el premio más representativo de su función: los testículos del toro, que exhibe como un trofeo luego de cortarlos.


Desde el momento en que aparece en escena el joven unitario el tono del relato comienza a oscurecerse. Echeverría se detiene en los detalles, ahí hace la diferencia. El joven viene vestido como lo que es (un señorito), montado como la gente fina (en silla inglesa), y tiene el atrevimiento, el descaro o la inocencia de pasearse por las inmediaciones del matadero. Los matarifes reaccionan como lo que son (unos salvajes), le tienen el asco y el miedo que se le tiene al demonio (porque son supersticiosos e incapaces de razonar) y no pueden dejar de desencadenar la agresión. El joven se encuentra en segundos sometido físicamente, con lo que su forma natural de defenderse (el arma de fuego) queda ridículamente reducida a la impotencia por los cuchillos federales. Enseguida es desnudado y se le corta el pelo y la barba que lleva a la moda europea. Queda claro de inmediato que de esa no se va a salvar hablando: el intercambio verbal es imposible, ya que hablan idiomas casi distintos. Los pomposos insultos que dedica el unitario a sus torturadores suenan tan ridículos que producen un efecto contraproducente para el propósito del autor, que es el de despertar la compasión y la indignación de sus lectores: el muchachito nos empieza a parecer un salame. La resolución del asunto es casi un espejo de lo sucedido con el toro, aunque el autor le concede una gracia a su mártir: el unitario “prefiere” reventar por dentro y morir en un charco de sangre antes de que su ultraje sea total. Al no aguantar las torturas, todo el asunto parece perder su gracia. A los federales que pinta Echeverría (como a los de Ascasubi que presenta en La refalosa, como ya veremos) les gusta que sus víctimas sean conscientes de sus vejaciones y mutilaciones. En el conjunto del relato, la escena que antes, al referirse a los habitantes de las clases bajas de la ciudad y su manejo del ganado, se narraba como comedia grotesca, ahora se convierte en una tragedia. Con la muerte de su unitario Echeverría se termina revelando como el escritor de estética romántica que hasta allí se había mantenido oculto.


Accidentes de la difusión de un texto


Para finalizar, debemos hacer notar que este texto fue escrito hacia 1838, pero no se hizo público sino hasta después de 1870, veinte años luego de la muerte de su autor, cuando Juan María Gutiérrez decidió incluirlo entre los escritos que pasarían a integrar las Obras completas de su amigo Echeverría. Los motivos para que El matadero permaneciese oculto son varios. El primero es obvio: a Rosas no le habría caído muy simpático, y Echeverría hubiera tenido que adelantar un par de años su posterior exilio a Montevideo. Pero también hay otras cuestiones, más literarias. A pesar de haber llevado al papel su impulso por escribir este relato, Echeverría ni siquiera se propuso publicarlo en la clandestinidad porque encontraba a su propio texto demasiado violento, demasiado soez, indigno de lo que él (y la mayoría de los intelectuales como él) consideraban literatura seria: para ellos los verdaderos escritores debían ser esencialmente poetas. Y sin embargo, como ya lo hemos dicho, Echeverría era un poeta decididamente mediocre. Jamás sabremos si antes de escribir El matadero él ya sabía que nunca iba a publicarlo, o si fue más bien que en verdad se arrepintió de escribirlo y por eso lo ocultó. Ya sea lo primero o lo segundo, se puede apreciar entonces que la categoría misma de literatura es muchas veces paradójica. El relato que se ha convenido que inaugura nuestra historia literaria debió permanecer inédito casi treinta años, tuvo que sobreponerse al desprecio de su propio creador, debió ser rescatado del olvido por un amigo, quien recién se decidió a publicarlo luego de aclarar todas las reservas que el texto le producía. Demasiados accidentes debió sortear El matadero entonces, para que hoy se lo pueda considerar como lo que es: un sorprendente ejemplo de nuestra mejor literatura.

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