La organización nacional
Decíamos al comienzo del curso que la larga guerra civil que postergó durante buena parte del siglo XIX la tan ansiada organización nacional sólo pudo resolverse por medio de las armas. Si bien esto es esencialmente cierto, podrían destacarse ciertos matices. Los diez años que siguen a la caída de Rosas en 1852 son de continuo enfrentamiento entre la Confederación por un lado, organizada constitucionalmente y con Urquiza como presidente, y la provincia de Buenos Aires por otro, separada del resto del país y con Bartolomé Mitre como principal figura política. Por supuesto que dicha situación resultaba insostenible, tanto en lo formal como en lo práctico. Porque para la Confederación era imposible lograr un funcionamiento mínimamente sustentable sin los recursos económicos que la aduana porteña podía proveer. Y porque la provincia de Buenos Aires ya no podía presentarse políticamente como la campeona de los principios constitucionalistas y liberales, mientras que en la práctica se oponía a quienes, más allá de todas las salvedades del caso, habían logrado finalmente organizarse bajo el modelo de un Estado liberal, con la constitución de 1853. Por eso un nuevo enfrentamiento armado fue inevitable, y si bien con el triunfo de Urquiza en la batalla de Cepeda (1859) las provincias parecieron imponerse y Buenos Aires se unió a la Confederación, las hostilidades se reiniciaron pronto y fue entonces Mitre quien resultó victorioso en Pavón (1861), abriendo el camino para un nuevo modelo presidencialista que comienza en 1862 y llega hasta 1880. Podría pensarse entonces que el triunfo de Buenos Aires fue completo y que pudo imponerles sus condiciones a todas las demás provincias, pero la verdad es que este triunfo tuvo consecuencias impensadas. La vieja lucha entre federales y unitarios fue derivando en un conflicto en donde los intereses económicos se volvieron más evidentes. Ya no fue el modelo político lo que se discutió, ya que la síntesis entre Estado liberal y gobierno federal fue aceptada por casi todos. De hecho, si bien en estos años los conflictos entre facciones llegaron varias veces a manifestarse violentamente, en verdad la institucionalidad del nuevo Estado ya no corrió serios peligros.
La formación de un Estado moderno
Las sucesivas presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda fueron perfilando entonces el modelo de país que llegaría a su total consolidación luego de 1880. En lo político e institucional, todo estaba por hacerse. La instalación y legitimación de los tres poderes estatales en todo el territorio nacional aún tuvo que vencer la resistencia desesperada de los últimos caudillos, el Chacho Peñaloza en Cuyo y López Jordán en el Litoral. Fue necesaria la redacción y puesta en práctica de todas las leyes que permitieran la modernización de la vida social y económica. Así, el Estado se propuso hacerse cargo de muchas cuestiones civiles (censo y registro de las personas, matrimonio, etc.) que tradicionalmente eran tarea de la Iglesia, lo que por supuesto provocó no pocos conflictos. De los primeros censos nacionales surgió el pavoroso dato de que el 80% de la población era analfabeta, y a resolver esa cuestión (su particular obsesión) se dedicó especialmente Sarmiento. Se tuvo que reemplazar a todos los ejércitos y milicias provinciales por un ejército nacional, estable y profesionalizado. Los nuevos enemigos internos a vencer fueron no ya los caudillos y sus gauchos sino las tribus de indios, que con sus malones entorpecían o directamente impedían la explotación económica de las grandes extensiones de tierras que ocupaban.
En materia social se llevó adelante una fuerte política tendiente a favorecer la inmigración. La cantidad de personas llegadas al país en aquellos años fue aumentando constantemente, y su adaptación a la vida nacional no resultó sencilla, ya que salvo pocas excepciones estos inmigrantes no obtuvieron facilidades para adquirir sus propias tierras (como sí las tuvieron los grandes estancieros), por lo cual tendieron a concentrarse en la región litoral y especialmente en las ciudades más grandes, Buenos Aires y Rosario. Esta situación, a medida que pasaron los años y los flujos migratorios fueron cada vez mayores, generó una problemática social totalmente nueva en el país.
Por el lado de la economía, el modelo llevado a la práctica permitió el desarrollo y la consolidación de los antiguos estancieros, que fueron perfeccionando las técnicas ganaderas e incorporando la agricultura. Las inversiones extranjeras fueron cada vez mayores, especialmente en el campo de las grandes innovaciones tecnológicas de la época, el ferrocarril y los frigoríficos. Podría decirse que este modelo de alianza entre oligarquías rurales y capital extranjero (básicamente inglés) generó a la vez un espectacular aumento de la riqueza y una excesiva concentración de la tierra y el poder económico, con lo cual la lucha política pasó a ser casi un reflejo de los conflictos de intereses entre las oligarquías provinciales y las bonaerenses. Para desesperación de Mitre, los estancieros del interior lograron acaparar cada vez mayor poder a partir de la nacionalización de las rentas aduaneras, lo cual se tradujo en la imposición de las candidaturas presidenciales de Sarmiento y Avellaneda primero (en desmedro de los candidatos porteños), y finalmente en 1880, en la llegada al poder de Julio A. Roca.
Intelectuales de una clase “patricia”
Si nos detenemos tanto en cuestiones históricas, es porque es necesario que comprendamos la magnitud y la velocidad del cambio que se operó en la sociedad argentina de aquellos años, que pasó del aislamiento y la inmovilidad de la vida semicolonial a un acelerado proceso de apertura e integración con los mercados mundiales del capitalismo y la tecnología de la revolución industrial. En pocos años la emblemática ciudad de Buenos Aires pasó de ser una “gran aldea” a una moderna urbe cosmopolita. Todo este proceso de modernización supuso forzosamente un cambio cultural enorme, y de esta nueva sociedad surgió entonces un nuevo modelo de escritor.
La presidencia de Roca significó esencialmente la resolución de los últimos conflictos que podían comprometer al modelo. Por un lado, luego de una cruenta lucha armada contra las milicias porteñas, se logró la definitiva federalización de la ciudad de Buenos Aires. Por otro, se pasó de una actitud defensiva frente a los indios a una campaña fuertemente ofensiva (discutida hasta la actualidad por su grado de violencia), que dejó a disposición del Estado nuevas y enormes extensiones de tierras. A partir de entonces, las clases más acomodadas se dedicaron a aprovechar las ventajas que le reportaban la democracia restringida (las elecciones fueron sistemáticamente fraudulentas hasta la ley Sáenz Peña de 1914) con respeto pleno de las formas institucionales y la economía concentrada. Sus integrantes se sintieron una verdadera clase patricia, y su percepción del resto de la ciudadanía fue cambiando. De la indiferencia por las clases populares e inmigrantes e incluso por las nuevas clases medias, formadas a partir del crecimiento del comercio, la pequeña industria y el empleo público, se pasó a un desprecio cada vez más agresivo.
Los intelectuales de la generación del ´80 fueron entonces una típica expresión de su clase social. Y no sólo por las cuestiones ideológicas más obvias que podemos rastrear en sus textos, sino porque la actividad literaria pasó a convertirse también ella en un privilegio social, casi en un signo de distinción. Si bien es cierto que el notable aumento de los índices de alfabetización generó un nuevo e importante público ávido de productos culturales, la mayoría de los nuevos lectores se volcó al consumo de medios gráficos (costumbristas, satíricos, políticos) y novelas por entregas (el folletín naturalista, típico de fines del siglo XIX, muy en boga en Europa). Por este motivo, las condiciones para la profesionalización del escritor de literatura “seria” aún estaban lejos de ser propicias, por lo que la actividad literaria quedó reservada como un privilegio de los típicos caballeros de los ´80, es decir, los diplomáticos, los camaristas, los altos funcionarios y militares, algunos profesionales de renombre. En verdad, todos estos puestos eran intercambiables: quien dejaba uno lo hacía para ser nombrado en otro.
La literatura de los escritores del ´80 podría leerse entonces casi como la huella de los sucesivos estados de ánimo de sus integrantes. Puede ir de la euforia y el disfrute de los privilegios obtenidos a un cierto sentimiento de frustración cuando sus planes expansivos chocaron con la cruda realidad. Puede advertirse ese toque de distinción que le quieren imprimir los escritores a sus textos, como una prolongación de las charlas amenas y despreocupadas en el Club del Progreso o en el Jockey, y también la alarma que les causan esos cambios tan vertiginosos en la vida y las costumbres, algunos de ellos a pesar de sus propios esfuerzos. Podemos leer una literatura que se detiene en los detalles autobiográficos para exaltar la alcurnia de la propia familia (que en muchos casos no era tal) y también se verá representado ese sentimiento de rechazo al materialismo y a la excesiva codicia que se percibía en el estado de ánimo social, esa avidez por el negocio fácil y especulativo que derivó en la crisis financiera de 1890. Hacia la época del Centenario, los intelectuales argentinos notaron claramente que, por debajo de la euforia de los festejos oficiales, la realidad subyacente indicaba un peligro claro de disolución. Mientras que los sectores medios y bajos de la sociedad no obtuvieran algún modo de representación política más legítima, mientras que los frutos del desarrollo económico no se canalizaran de algún modo más equitativo, mientras que a los inmigrantes no se les ofrecieran mejores condiciones para integrarse al sistema económico y social, el grado de conflictividad entre las clases iría tornándose inmanejable. De todo esto podemos leer entonces en la literatura de los hombres de los ´80, por lo que repasaremos brevemente la obra de los más representativos de ellos.
Anécdotas de un gentleman
Lucio Victorio Mansilla (1831-1913) fue seguramente el arquetipo del escritor de la generación del ´80, aunque por su edad era mayor que el resto de sus miembros. Hombre de biografía plagada de aventuras y hechos notables, fue testigo privilegiado de la mayoría de los acontecimientos importantes de la segunda mitad del siglo XIX. Su familia podía considerarse realmente ilustre: era hijo de un general de renombre (guerrero de la independencia y quien mandara en la célebre Vuelta de Obligado) y sobrino de Juan Manuel de Rosas, lo cual le permitía a don Lucio ostentar la calidad de criollo antiguo, como gustaban de hacer todas las familias de la clase dirigente por comparación con las nuevas generaciones de inmigrantes. La cercanía familiar con Rosas (apellido que siempre escribía “Rozas”, haciendo referencia al origen del nombre que según él provenía del verbo “rozar”) fue además una fuente casi inagotable de su recurso preferido: la anécdota menor y simpática, incluso más allá de la negativa visión que en la época se tenía de la actuación del famoso caudillo, visión que el propio Mansilla compartía. Militar y diplomático, siempre se sintió cómodo en los salones de la alta sociedad, tanto de aquí como de Europa, y también en el trato con la soldadesca y hasta con los indios. Su literatura fue casi siempre autobiográfica y nos regala la inapreciable virtud de ser totalmente carente de la pesada solemnidad que caracterizó a otros escritores de aquellos años. Lo que sí compartió con otros de su generación es el carácter ocasional de su actividad literaria. Aunque su producción textual fuera abundante, ninguno era escritor profesional, sino que para ellos la literatura era casi como un pasatiempo elegante, una actividad intelectual que les salía como sin esfuerzo y destinada al círculo privilegiado de los que gobernaban al país.
Las obras más famosas de Mansilla son en realidad la recopilación de artículos periodísticos luego publicados en libro. Por un lado, la famosa Una excursión a los indios ranqueles (1870), suerte de autojustificación en clave ligeramente cómica de la firma de un tratado con los indios que el gobierno nacional no autorizó. El recurso principal de Mansilla en esta ocasión es presentarse constantemente como un antihéroe algo torpe y superado por las circunstancias, aunque siempre se las arregla para dejar en claro la alta estima que siente por sí mismo. Más allá del efecto humorístico de varios de los pasajes del relato de la Excursión, el texto también se entronca en la tradición europea del relato del viaje a tierras exóticas, por más que el autor sea argentino y esté recorriendo las provincias de Córdoba o Santa Fe.
Y luego tenemos a sus Causeries de los jueves, o Entre nos, deliciosos artículos semanales de extensión variable, que Mansilla comenzó a publicar en 1889 en el diario Sud América, y en los que contaba las anécdotas más diversas. Siempre con un tono de elegante intimidad, como si estuviera dialogando con cualquiera de sus distinguidos amigos políticos y funcionarios, las causeries comenzaban con una dedicatoria a alguno de ellos. Se trataba de demostrar un nivel de confianza que indicara la pertenencia a los círculos de poder, y en cierta forma también se lo puede pensar como un recurso más para ganarse las voluntades que le permitieran acceder a posiciones políticas más altas (Mansilla siempre quiso ser presidente), aunque finalmente terminara las más de las veces como embajador en algún lugar. Si bien el motivo principal de las causeries era el relato de alguna peripecia pasada que tuviera al autor como protagonista, esto en realidad era una suerte de excusa para perderse en un laberinto de digresiones, citas y opiniones acerca de cualquier tema. Mansilla se las arregla para nunca perder el hilo de su anécdota, pero también obliga al lector a seguirlo en lo que parecen las asociaciones libres de su mente. Pero nada es tan casual: detrás de cada cita hay una voluntad de exhibir sus muy variadas lecturas y el conocimiento de idiomas, ya que transcribe en idioma original (francés, inglés, italiano, latín) y nunca traduce; detrás de cada digresión hay un planteo fuerte de alguna idea propia; y detrás de cada opinión aparentemente banal hay muchas veces un juicio lapidario para con alguna figura histórica o incluso contemporánea a él. Más allá de que al lector actual se le escapen los detalles de la vida social de aquellos años, Mansilla era muy ducho en el arte de la ironía al comentar los pormenores de su actualidad, ironía que siempre expresaba del modo más oblicuo posible.
Recuerdos de un viejo muy joven
Desde hace varias décadas, a generaciones enteras de alumnos de colegios secundarios les ha tocado en suerte verse obligados a leer la autobiográfica novela Juvenilia, de Miguel Cané. Obligación ineludible especialmente para quienes hayan sido alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires, escenario principal de las evocaciones del libro. Está bien, posiblemente no sea éste el peor libro con el que uno vaya a encontrarse en su vida, pero tampoco se trata de una lectura imprescindible. En todo caso, su principal virtud es el efecto de identificación del lector con el autor que se logra en algunos pasajes, porque después de todo, ¿a quién no le gusta contar anécdotas del secundario? Por lo demás, el problema principal con Cané es su obsesión por la elevación moral, la elegancia impostada y la conservación de las tradiciones, todo lo cual se le podría disculpar si no se expresara en una prosa tan del pesado tono de los boletines oficiales. No de otro modo se puede entender si no cómo es posible que al momento de la escritura de esta novela el autor no hubiese cumplido aún los treinta años (Cané la escribió en 1881 y se publicó en 1884). Porque la impresión que se tiene al leer sus páginas es la de compartir las vivencias de un estereotipo del anciano sabio, que evoca sus años mozos con melancólica felicidad, escandalizado a la vez por la degradación de los tiempos presentes.
Más interesante podría resultar quizás la lectura de la otra obra más destacable de Miguel Cané, la también autobiográfica En viaje (1884). Resultado de su labor como diplomático, pueden apreciarse las notables diferencias entre este libro y, por ejemplo, el de los Viajes... de Sarmiento. En los casi cuarenta años que median entre ambos la situación del país ha cambiado tanto que el modelo del diplomático también lo ha hecho y por supuesto, también su producción literaria. Para empezar, antes el viaje a Europa podía ser tanto un castigo político como un pesado trabajo: no era fácil representar a una embrionaria y semibárbara república en la cuna misma de la civilización (según la propia percepción de alguien como Sarmiento). A lo que se iba era a aprender, antes que nada. Luego de los ´80, el diplomático es más bien un gentleman dedicado al disfrute de lo mejor que tiene para ofrecer el mundo de la alta política, y la literatura que produce no tiene ninguna obligación que exceda al comentario de ese disfrute. Cané es un perfecto ejemplo de este nuevo modelo, y también lo es por ejemplo Eduardo Wilde, otro escritor aficionado y prolífico en los ratos libres que deja la diplomacia. Y además, los representantes argentinos de esos años ya no tienen ningún complejo de inferioridad, se tratan con confianza con lo mejor de las sociedades europeas y hasta se animan a mirar con algo de sutil desprecio a los norteamericanos, tan rústicos ellos y sólo desesperados por hacer dinero. Un caballero sofisticado no debe hablar de negocios en la mesa. En todo caso, eso se arreglará en privado, sin mayores detalles. Lo que leemos en los recuerdos de En viaje es entonces una sucesión de recepciones oficiales, bailes honoríficos y veladas de ópera. Se trata del entusiasmo que provoca sentirse en el centro mismo del mundo, sin que ese centro pueda llegar a discutirse. El fastuoso espectáculo que describe Cané justifica por sí sola esa superioridad. Y el propio comportamiento del autor en ese escenario mundial viene a justificar por qué es él quien está allí, representando a los suyos y no a otros.
El naturalista argentino
A fines del siglo XIX fue muy difundida la corriente literaria conocida como naturalismo, con el francés Emile Zola como su máximo representante. Se trata en verdad de una de las últimas variantes del realismo decimonónico, caracterizada por la truculencia de sus argumentos en donde se representa constantemente la percepción de una sociedad enferma, infectada por el virus maligno de la degradación moral y física, particularmente de las clases sociales más bajas, como consecuencia inevitable de la vida moderna. Es una corriente que se corresponde con la difusión del pensamiento científico de la época, el darwinismo y el positivismo, y es posiblemente su contracara más reaccionaria. Como no podía ser de otra manera, esta tendencia tuvo sus cultores en nuestra literatura, siendo el más destacado de ellos Eugenio Cambaceres. Otro típico personaje de su generación, Cambaceres fue abogado y luego político, llegando a ser diputado provincial y nacional. Heredero y administrador de grandes extensiones de campos, se dedicó a la literatura mayormente en los últimos años de su vida, mientras disfrutaba también de frecuentes excursiones a la agitada vida social parisina. Su mejor novela es seguramente Sin rumbo (1885), relato del vacío existencial y de las peripecias de un joven rico. El hastío de su protagonista lo condena al típico final truculento del naturalismo, pero en beneficio del libro puede decirse que maneja acertadamente la incertidumbre previa a esa resolución, tanto en lo formal como en lo argumental. En cambio, el apego al naturalismo es mucho más evidente en la que fuera la última de las cuatro novelas de Cambaceres, En la sangre (1887), como se puede apreciar en el mismo título. La referencia es al virus de la degradación del cual es portador un joven hijo de inmigrantes, que en esta historia consigue introducirse en el seno de una familia patricia, condenándola a la perdición. Es éste entonces un ejemplo perfecto de cómo fue cambiando para peor la percepción que se tenía de las masas de nuevos inmigrantes, de cómo se pasó de ver en ellos una esperanza para el desarrollo del país a una amenaza para la propia situación.
Primera literatura de la crisis
Julián Martel, seudónimo utilizado por el joven periodista José María Miró para publicar su única novela como folletín en el diario La Nación en 1891, vivió pocos años y publicó muy poco, apenas unos poemas en alguna revista fuera de esta sola novela, La bolsa. Y si bien tuvo una importante repercusión en aquellos años, sólo ha perdurado como el testimonio más logrado del escenario social previo y posterior a la gran crisis económica del año 1890, lo que derivó luego de la revolución liderada por Leandro Alem en la renuncia del presidente Juárez Celman y la asunción de Carlos Pellegrini. Lo que se trata de representar en este relato es una especie de vértigo arrebatador. Buenos Aires comienza a percibirse como una gran ciudad peligrosa, se perfila el estereotipo de la jungla de cemento, en donde cada individuo es un ser alienado en una búsqueda constante de satisfacción a sus pasiones más primarias. Y lo que parece mover a muchos en aquellos años es el afán de lucro, la tentación de la ganancia fácil y rápida que se traduce en la locura de la especulación financiera más irresponsable. De escaso valor literario sin embargo, La bolsa de Martel puede leerse como un primer síntoma claro de que las cosas no marchaban tan bien como la clase dirigente lo pretendía. Por entre las grietas de las certezas que parecían absolutas, un sentimiento de confusión y frustración comenzaba a filtrarse en la mente de los hombres de letras argentinos.
Comentarios finales
Con este muy breve panorama sobre los escritores más representativos de la generación de 1880 finalizamos esta primera parte de nuestra aproximación a la historia de la literatura argentina. Por supuesto que muchísimas obras y autores de importancia quedaron afuera, por lo que podríamos siquiera mencionar a algunos de ellos ahora: la vasta obra historiográfica y periodística de Pedro De Angelis, las meticulosas memorias del general José María Paz, los mamotretos históricos de Mitre, las novelas y relatos de Juana Manuela Gorriti, los recuerdos de viaje de Eduarda Mansilla (la muy perspicaz hermana de Lucio V.). En fin, sería necesaria una obra de varios tomos (que en verdad existen y mencionamos en el apartado de bibliografía recomendada) para poder recopilarlos a todos.
De lo que se trataba aquí, como decíamos al comienzo, era de intentar generar entusiasmo, con un acercamiento a la vez objetivo y desprejuiciado a los textos de nuestra literatura, aunque no por eso menos apasionado. Algunos de las obras comentadas aquí son verdaderos e indiscutibles clásicos, otras son en verdad un tesoro oculto esperando a ser descubierto por nuevos y curiosos lectores.
Deseamos entonces que esto resulte del interés de todos, y esperamos poder acometer una tarea bastante más difícil aún, como lo es trabajar con la literatura argentina ya en el siglo XX. Empieza en esta época la profesionalización de los escritores, a la vez que el material impreso circulante aumenta espectacularmente y la sociedad se vuelve cada vez más compleja y ramificada. Los estilos, tendencias y modas literarias se multiplican, y grandes escritores como Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Manuel Puig o Juan José Saer lograrán incluso una fama que trascendió largamente las fronteras de nuestro país. Es la época de lo que actualmente se denomina la industria cultural, con todas las ventajas y desventajas de un fenómeno tan complejo de pensar y entender, tanto que es una tarea aún pendiente de resolución. Este curso es quizás también una muy modesta contribución a esa tarea.